domingo, 5 de febrero de 2012

Revoluciones crónicas


"Vulgar desorden es entre los hombres hacer (de los fines) medios y de los medios hacer fines: lo que ha de ser de paso toman de asiento y del camino hacen descanso; comienzan por donde han de acabar, y acaban por el principio". Baltasar Gracían, El Criticón.

Que todo acto político efectivo requiere esfuerzo es una afirmación que se debate entre la observación fenomenológica y la ansiedad moral. Para apreciar su verdadera dimensión es preciso desmarcarla de esa aura metafísica o mitológica en que a menudo reposa. Para ello es útil entender la revolución como una transición de fase, un cambio en la topografía del poder. Justo en el momento de la transición, el esfuerzo para ejercer poder es mínimo pero de inmediato el sistema tiende a estabilizar la nueva topografía de tal manera que los nuevos picos y valles de poder sean lo suficientemente pronunciados. Tras la revolución, el campo de batalla del poder se traslada. Con la irrupción de la democracia y el desarrollo de los medios de comunicación, este se trasladó de las cortes y las barricadas a los circuitos de la opinión pública y al sufragio. Esto no quiere decir que el cambio político ya no requiera esfuerzo. Si bien es fácil votar, no lo es movilizar la opinión –requiere de carisma o dinero–. El paroxismo de estos procesos se encuentra con la democracia 2.0 donde la convergencia entre la tradición revolucionaria y reformista ha generado un conflicto de identidades.

En general, el activista tiene una relación paradójica con la revolución pues triunfar implica renunciar a esos mismos medios que consideró los únicos [1] legítimos para alcanzar el poder –en un plano más personal, se asemeja a la crisis del veterano de guerra que habiendo triunfado descubre que se ha convertido en el enemigo de su propia creación–. Este problema se acentúa en conflictos de larga duración, donde los medios de la revolución dejan de verse como estrategias pragmáticas para terminar convertidas en valores per se, en tradición. Allí no se supera la condición de revolucionario, por lo contrario se desarrolla un miedo o recelo por el triunfo de unos ideales que si bien dieron origen a la revolución, ahora se presentan como una amenaza alienante. Por supuesto, este miedo no es reconocido por el militante, pero se cuidan de que su alusión a los ideales fundadores sea tan solo un gesto retórico de unidad revolucionaria.

[1] Y por únicos incluyo "todas la formas de poder (que incluyan las armas)". 

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